terça-feira, julho 06, 2010

Um Españ(h)a - Portugal no Mundial de 2010

Dia 95: Pasemos al diván
( De Enrique de Hériz)


El Periódico - Viernes, 2 de julio del 2010


Antes de que empezara el España-Portugal sentí un deseo inconfesable, una especie de impulso suicida: durante décimas de segundo, mientras mi dedo pulgar buscaba en el mando a distancia el botón que encendía la tele, deseé que nuestros vecinos ganaran ese partido. Por suerte para mí, lo primero que apareció al iluminarse la pantalla fue el rostro de Cristiano Ronaldo: eso borró sin clemencia hasta el último rastro de doblez o de posibles dudas. Sin embargo, durante todo el partido me acompañó un extraño runrún del que sólo pude librarme cuando, terminado el encuentro y debidamente celebrada la victoria, pude sentarme a pensar con calma por qué me había ocurrido eso. Alguien dijo que pensar con calma es la terapia de los pobres. Y si no lo dijo nadie, me atribuyo el mérito desde hoy.
Aunque nunca he pretendido llevar una cuenta exacta, creo haber estado diecisiete veces en Lisboa. Si el nacionalismo o el aburrimiento (o cualquier combinación entre ambos) me llevaran a abandonar la hermosamente provinciana Barcelona, la capital portuguesa ocuparía el primer lugar en mi lista de posibles destinos, con la única competencia cercana de Buenos Aires. En ningún lugar del mundo me siento tan bien tratado como en Lisboa.
Y (qué me pasa, doctor) en ninguno siento con tanta fuerza la vergüenza de ser español. Mis compatriotas se comportan allí con una desidia moral y una soberbia turística deplorables: dan por hecho que hasta el último portugués habla (o mejor dicho, tiene la obligación de hablar) nuestro idioma.

Hasta el turista español más analfabeto, si se traslada a cualquier destino asiático bien exótico procura aprenderse de memoria las dos o tres expresiones locales reseñadas en su manoseada guía de viaje. Le parece gracioso emitir, por ejemplo en tagalo, cuatro balbuceos para decir «buen día, gracias, perdón, por favor, un café con leche». En cambio van a Portugal y, armados de la convicción de que su independencia es sólo un error histórico-administrativo, gritan en los restaurantes: «¡Camarero!» Yo los oigo y quiero fundirme, hacerme chiquitito, desaparecer debajo de la mesa.

He visto a directivos de empresas españolas tratar a los empleados de sus sedes lisboetas con un engreimiento imperdonable, cumpliendo la mayor tergiversación propia de los colonos: «puesto que no te entiendo, doy por hecho que eres tonto». ¿No debería ser al revés?

El desequilibrio en el supuesto interés mutuo es avergonzante. Cualquier escritor español de mediano éxito tiene un editor portugués y, cuando lo invitan a Lisboa para promocionar sus novelas, recibe trato de megaestrella: decenas de periodistas interesados, todos con el libro leído antes de la entrevista. ¿Y a la inversa? Reconozcámoslo: sólo nos interesaba Saramago y quizás, me temo, porque mucha gente creía que era español. El partido del martes era el momento perfecto para hacernos perdonar todas esas culpas. Y sin embargo, la aparición del rostro de Ronaldo en la pantalla, esos labios prietos con los que tal vez mascullara ya por adelantado el escupitajo que lanzaría al terminar el partido, me liberó de toda sensación de culpa y deuda. Me pregunto si a jugadores de tanta profesionalidad como los seleccionados les ocurre algo parecido, si la antipatía del rival acrecienta sus deseos de victoria. Yo incluso llegué a pensar: como nos ganen, impugnamos el partido por alinear a ese tipo tan poco portugués. Espero que me lo perdonen mis amigos lisboetas. Si no, siempre me quedará Buenos Aires. Aunque de eso, con el permiso de Paraguay, hablaremos en la próxima entrega.

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